Tenía 6 años y era domingo, probablemente. Lo creo, porque sé que eran las cuatro de la tarde y yo estaba trepada a la litera de arriba, apoyada contra la barandilla a los pies de la cama, para que me diera mejor la luz que entraba por la ventana.

Escribí mi primera poesía, cuatro versos esmirriados, no me preguntes por qué. Y algo explotó en mi cabeza… sorpresa, duda, maravilla. Recuerdo esa sensación de haber accedido a una parte de mí desconectada de lo conocido, lo familiar. Y la pureza del silencio que se instaló en mi mente en ese preciso instante, pervive. Aún hoy. Uno diría que lo natural hubiera sido hacer de ello mi profesión, pero no pudo ser, no supo ser.

No me lamento y no me arrepiento. Creo que tenía que recorrer otros caminos —largos, tediosos a veces, un tanto ajenos a mi carácter, si quieres— para acumular las palabras exactas, hasta que supiera qué era lo que quería contar.

Y ya lo averigüé, por lo que corresponde volver a la casilla de inicio y empezar de nuevo.

Aprender lo que no sé (¡que es tanto…!), equivocarme muchas veces y reírme de ello con la alegría del que intenta algo diferente, dejarme aconsejar… Y alejarme de aquellos que se santiguan del susto cuando digo en voz alta lo que quiero: vivir de escribir.

«Podrías dejarlo para tu tiempo libre», me dicen.

«Tengo cincuenta y tantos años, ¿no lo he dejado ya bastante?», respondo.

Tengo todo lo que necesito: ilusión, persistencia, luz en el alma y prisa por comerme la vida a bocados.

Vivir de escribir, otro reto. Gracias por acompañarme en el camino.