Está escondido el brillo de las cosas. Detrás de esa nube hambrona, que chupa cámara en lo alto, junto al edificio feo de la esquina.

Acecha entre las páginas de un libro que huele a amarillento y se apretuja en la balda atestada, indefenso, solo, con sus palabras grandes, a la espera de una pausa con café.

Está escondido y anda susurrando, porque el brillo pervive y manifiesta con una terquedad parsimoniosa su anhelo de quedarse, aun en la sombra. ¿Qué le diría al miedo, si pudiera? ¿Cómo lo ahuyentaría de mi casa?

Un haz de luz violento se abre paso, deslumbra a la mañana con sus gritos, despierta la mirada de un anciano que gasta el tiempo en un banco del parque. Por un instante, cobra sentido el día y mi ventana arroja, como un televisor, fotografías móviles de gentes y de pájaros, el tráfico como un ruido blanco, manchurrones de ocres apagados salpicados de verdes y de rojos, una risa… se desvanece.

Sigue escondido. Los árboles —hay árboles— cimbrean levemente y sus hojas más pequeñas escupen un intento de verdor con una voz que se acerca al aullido. Hay un chaval con gorra y una mujer oronda que a las claras muestra que tiene prisa, y un perro perezoso y algunos niños que juegan sin divertirse.

Este marzo invertebrado se deshilacha azul a medio cielo y parece que me falte sangre para celebrarlo. Es uno de esos meses en que lo tienes todo, pero masticas cartón a dos carrillos; un tiempo extraño, que tiende a recuperar la miseria de las circunstancias porque tiene la costumbre de espantarte.

Pero lo mío es ser risueña, no estar triste.

Y el cachorro me mira con sus ojos de líquidas preguntas sin respuesta, menea la colita y esparce sus gañidos porque quiere jugar… Y el brillo vence.

Todo lo que he aprendido con la edad, explota en una danza enloquecida, febril, en mil canciones de victoria. A codazos, el sol, asalta las medias horas huecas que penden hasta el almuerzo perezoso de los sábados, y me late el pulso en las sienes, como un tambor de guerra.

Está desnudo el brillo de las cosas, en cuero vivo, como una meretriz vocacional echando horas extras en festivo, hasta hambre, tengo… ¡Y el mundo es una fiesta!

La misma calle roma, el mismo parque roto … todo es lo mismo.

Porque la luz está ahí siempre y siempre crea sombras. Y soy yo sola, siempre, la que elige en qué lado de la calle beben mis ojos el agua que los llena.